El rey leñador


Krosiac el leñador tuvo un día que internarse más de lo acostumbrado en el bosque. Había recibido un pedido para el que, con el fin de satisfacerlo, iba a necesitar talar varios árboles de una especie muy rara y difícil de encontrar. Como se le había prometido una buena suma por ellos, y su situación económica era más bien precaria, sin pensarlo dos veces aceptó.
Había partido por la mañana temprano y ahora que caía la noche sin haber hallado lo que buscaba, comenzaba a arrepentirse. En esta empresa, contando con la suerte a su favor, invertiría por lo menos dos días más. Uno para talar, y otro para regresar. Comenzó a pensar que no había sido tan buena idea como le había parecido al principio. En cinco días de trabajo corriente hubiera ganado lo mismo que tras el término de esta aventura. No se habría cansado tanto ni tampoco correría el riesgo de perderse entre la frondosidad.
—¡Quién me mandaría a mí meterme en este berenjenal! —gruñó el leñador—. ¡Esperemos que al menos no olvide el camino de vuelta!
Mientras buscaba un refugio donde pernoctar, un cuervo negro como el manto de la noche graznó. Luego, desde lo alto de una rama, se dirigió al leñador diciéndole:
—Aunque cien años pasen, el regalo de un malvado siempre cobra un precio elevado.
—¿Por qué dices eso? —preguntó intrigado Krosiac.
—Ten cuidado, leñador —dio por toda respuesta el cuervo, quien, tras decir esto, levantó el vuelo y se alejó.
—Lo que me faltaba —suspiró Krosiac—. Es de noche, estoy medio perdido y a los cuervos se les da por formular enigmas. ¿Qué más se puede pedir?
Siguió andando un trecho hasta que le pareció divisar una gruta, parcialmente cubierta por arbustos, en los pies de una pequeña colina.
—Ése será un buen lugar para descansar —se dijo Krosiac—, si es que dentro no se esconde ningún animal.
Así pues, se encaminó hacia allí con el hacha en la mano, preparado para enfrentarse a cualquier sorpresa que pudiera encontrarse, mas no fue precisamente una alimaña con lo que se topó. Allí dentro había un jergón de paja que, por su forma rectangular y tamaño, debía servir de cama, una roída mesa de madera vieja, y un caldero al fuego sobre el hogar. Era evidente que la gruta estaba habitada por un ser humano.
Krosiac se adentró un poco más, pues el olor que desprendía aquello que se estaba cocinando le inquietaba, pero antes de que pudiera acercarse lo suficiente, apareció desde lo profundo de la cueva una anciana que, con una nariz prominente y ganchuda, una verruga como una baya en la frente, además de una larga pelambrera grisácea y enmarañada, tenía un aspecto realmente desagradable.
—Pasa joven, pasa —dijo la vieja mientras tapaba la olla… (¿Quieres saber cómo termina el cuento «El rey leñador»? Continúa en la colección de cuentos Los bosques perdidos).