Dindán


En medio de Miriamú, un bosque muy profundo y antiguo, secreto y escondido, han vivido y viven siempre unos hombrecillos verdes y diminutos llamados drumdels. Son parientes muy cercanos de los duendes, tanto que de hecho entre ellos no hacen distinciones, aunque lo cierto es que son bastante más esquivos que aquéllos, y ésta es la razón por la que muy pocos fuera del bosque viejo han oído hablar de ellos.
Sus casas se encuentran en el interior de los árboles más gruesos de Miriamú, unas debajo de otras. No necesitan escaleras para llegar a ellas porque pueden volar. Es una de sus cualidades mágicas, pero no la única. Cada uno de ellos tiene una habilidad especial, mas ninguna tanto como la de Dindán, el duende bailarín, quien todas las mañanas, al levantarse el alba, regresa a este bosque encantado tras pasar la noche de un lugar a otro a lo largo del mundo.
Volando y danzando entre las ramas se adentra entonando una misteriosa canción que habla de sí mismo y de la maravillosa magia de la que es capaz.

¡Dindán, el duende bailarín!
¡Dindán, tengo un sueño para ti!
¡Dindán, trae uno para mí!

El resto de los duendes, al oír su tarareo, se desperezan, pues con su vuelta saben que comienza un nuevo día. Los más remolones todavía aprovechan para dormir un ratito más, pero no demasiado porque hay mucho que hacer. Así, un poco después, los últimos rezagados saltan de sus camas y se disponen a reunirse con los demás.
Todos, sin falta, salen de sus huecos procurando hacer el mínimo ruido para no molestar a Dindán, que a esta hora ya ha dejado de cantar y bailar para descansar…
Es de esta manera como empieza siempre la mañana en Miriamú.
Sin embargo, hubo un tiempo en el que se produjo una excepción y que tuvo muy preocupados a los drumdels.
Todo comenzó el día en el que éstos se despertaron y vieron que era mediodía.
—¿Cómo es posible? —dijo uno de ellos extrañado.
—¿Nadie ha oído a Dindán? —preguntó otro.
Y ya se habían reunido todos para averiguar qué había sucedido cuando Fara, un hada muy amiga de él, y que solía esperarle al amanecer en la entrada del bosque viejo, irrumpió llorando en el pueblo drumdel.
—¡Ayudadme! —gritó desesperada—. ¡Dindán ha caído! ¡Está muy débil y su piel se ha vuelto gris!
Y allá se fueron todos volando con la mayor de las prisas. No había un segundo que perder. Encontraron a Dindán en el suelo desfallecido y, entre todos, lo elevaron y lo condujeron a su casa. Lo metieron en la cama y estuvieron cuidando de él, esperando que con la llegada del atardecer recuperara las fuerzas.
Sin embargo, había pasado ya la medianoche y Dindán no sólo no había mejorado, sino que parecía encontrarse mucho peor. El color grisáceo pálido de su piel se había oscurecido.
—¿Qué está pasando? —preguntó Fara con las lágrimas resbalándole por las mejillas—. ¿Se está…? ¿Se está muriendo?
En ese momento entró en la casa el más anciano de los drumdels, quien a su vez era el que más conocimientos tenía acerca de la mayoría de las cosas.
—Sólo hay una explicación —dijo éste—. El mundo está dejando de soñar.
Y efectivamente, así debía ser porque Dindán encontraba la fuente de su vida y magia en los sueños, pues su alma había sido creada junto a ellos.
De esta forma, por las noches, mientras el mundo duerme, él va de una casa a otra bailando y canturreando su canción, llevando sueños alegres a aquellos que están tristes, de aventuras a los se encuentran aburridos, de grandes logros a quienes están preocupados...
Y nadie más que Dindán puede hacerlo, ya que es el único que comprende y entiende a los sueños, y éstos sólo se dejan llevar por él. Sin embargo, los sueños son muy delicados, apenas tienen unas horas de vida, y si no son entregados a tiempo o a la persona adecuada, se pierden y jamás se vuelven a recuperar porque dejan de existir. Y sin sueños, Dindán no puede vivir... (¿Quieres saber cómo termina el cuento «Dindán»? Continúa en la colección de cuentos Los bosques perdidos).