El problema de Gengar


Gengar tenía un problema muy grave. Al contrario que el resto de la gente que conocía, era incapaz de guardarse para sí lo que pensaba. Sin quererlo ni desearlo, por mucho que luchara por impedirlo, siempre acababa diciendo lo primero que se le pasaba por la cabeza. Esto le creaba muchas dificultades además de numerosos enfrentamientos con amigos y conocidos, y por ello Gengar maldecía su suerte.
Sin embargo, cierto día, supo que un monje muy sabio iba a pasar por su pueblo al día siguiente, lo que le hizo ponerse muy contento.
—Tal vez él conozca algún remedio para esto —se dijo esperanzado Gengar.
Así pues, estuvo esperando a que el monje pasara por el camino desde el amanecer, pero se hizo de noche y aquél no apareció. Iba a marcharse a su casa de malhumor, cuando vio a un anciano a lo lejos.
—¿Será él? —se preguntó con nerviosismo Gengar. Una vez lo tuvo cerca, intentó averiguarlo—. Disculpe, pero es usted un monje, ¿verdad?
—Así es —le contestó éste.
—Pues me ha hecho perder nada menos que un día —pensó y dijo Gengar muy a su pesar—. Lo siento, es que no puedo evitar decir lo que pienso. Estoy muy nervioso.
El anciano se detuvo y le miró con extrañeza.
—¿Es eso cierto?
—¿Es usted un sabio o un necio? —le respondió Gengar—. ¿Es que no lo ve? ¿Le parece normal que una persona diga estas cosas sin más ni más? —Intentó tranquilizarse y añadió—: Lo siento, de veras que lo siento. Es que no puedo controlarme.
—Ya veo —dijo sorprendido el monje. Tras decir esto guardó silencio y se abstrajo, lo que dio lugar a nuevas imprecaciones por parte de Gengar. Quería solucionar su problema ya, inmediatamente—. Verás, estoy cansado del viaje —dijo después de un buen rato el anciano—, y viendo tu problema, he de decirte que no es algo que se pueda solucionar en un momento, así que, si te parece bien, mejor lo dejamos para mañana.
—No, no me parece bien —le contestó Gengar—. Llevo muchos años de tormento, y si puede hacer algo por mí…
—O aceptas que sea mañana —le cortó el anciano—, o de lo contrario tendrás que prescindir de mi ayuda.
—¡Maldita sea! ¡Si no me deja otra alternativa…!
—Hasta mañana entonces.
Gengar estaba impaciente y a causa de esto, le costó mucho conciliar el sueño. Finalmente, tras dar muchas vueltas en la cama, lo consiguió. El canto del gallo anunció la salida de un nuevo día, y Gengar se apresuró a encontrarse con el anciano. Tuvo que esperar un buen rato hasta que lo vio aparecer.
—Sí que se lo ha tomado con calma —le indicó Gengar.
—Antes de nada —le contestó el anciano—, debes ser consciente de que me estás pidiendo un favor, por lo que deberías ser más cortés, ¿no es cierto?
—¡Qué vergüenza! —pensó y dijo Gengar, pues sabía que el monje tenía razón—. Lo siento, soy un maleducado.
—No puedo decir lo contrario, ni excusarte tampoco.
—Es que estoy desesperado.
—Si lo estás tanto como dices, bien podrías haberme ofrecido cobijo en tu casa, y así, en vez de esperar, hubiéramos tenido la oportunidad de conversar mientras cenábamos. Nos hubiéramos levantado a la misma hora y no habrías perdido un tiempo precioso, pues tengo que continuar mi camino y no puedo detenerme más tiempo aquí. Vengo a despedirme.
—¡Iré con usted si puede curarme! Por favor…
El anciano le dirigió una mirada poco afable, pero aun así le contestó:
—De acuerdo. Pero antes me tienes que prometer que harás todo lo que yo diga.
—Lo prometo.
—Muy bien. Ve a tu casa, coge lo que creas necesario para un largo viaje a pie y alcánzame.
Gengar corrió a su casa, tomó un par de sandalias y una muda de ropa que introdujo en una bolsa de cuero, llenó un zurrón de monedas, y siguió los pasos del monje tan rápido como pudo. No había ido muy lejos.
—En primer lugar, debes aprender a hablar con corrección —le indicó éste en cuanto Gengar se situó a su vera.
—¿Y eso qué diablos importa?
—Es crucial, y más en tu caso. Se puede decir lo mismo de muchas maneras distintas, y cada una causará un efecto diferente en función del modo en que se diga. Para que te hagas una idea, lo que acabas de decir: «¿Y eso qué diablos importa?», me obliga a contestarte que o acatas tu promesa sin rechistar, o tendrás que volver por donde has venido. En cambio, si hubieras dicho, por ejemplo: «Disculpe, anciano, sé que tiene intención de ayudarme, pero no acabo de entender qué tiene que ver esto con mi problema», te hubiera dado otra respuesta más explicativa y conciliadora. Aprecias el contraste, ¿verdad?... (¿Quieres saber cómo termina el cuento «El problema de Gengar»? Continúa en la colección de cuentos Los bosques perdidos).