La cueva en el desierto


Hubo, hace mucho tiempo, tres familias de mercaderes muy poderosas que se disputaban la primacía por el control de las rutas comerciales de la época. Sin embargo, a la muerte de los patriarcas, el rango que éstos habían ostentado se debilitaba estrepitosamente. Otras familias ajenas iban creciendo tan rápido como las tres tradicionales iban cayendo al huirles las riquezas de sus manos.
Ante la preocupación que esto causaba en las tres familias, convinieron reunirse a fin de hallar la causa y, una vez establecida ésta, encontrar una solución. Para ello, acordaron reunirse en cierta ciudad situada en el centro de las distancias que les separaban.
Tal y como se había planeado, coincidieron los hijos de los tres patriarcas en la ciudad y, tras varios días y noches de deliberación, creyeron que la causa de su empobrecimiento se hallaba en la creciente solicitud de mercancías norteñas con las que no comerciaban, y que por ello, sus negocios no les proporcionaban las ganancias de antaño. Estando todos de acuerdo a este respecto, comenzaron entonces los comerciantes a proponer diferentes medidas a tomar, de entre las cuales cobró mayor peso la propuesta de Samarcanda, el hijo menor de la familia del este:
—Debemos partir hacia septentrión y, de esta forma, uniendo momentáneamente nuestras fuerzas, nos haremos con el control de esta nueva ruta comercial.
—Sí, estoy de acuerdo en que unamos nuestras fuerzas —reafirmó el primogénito de la familia del sur—, pero no creo que debamos partir hacia el norte, sino hacia más allá de mis tierras.
—¿Hacia el sur? —se extrañaron el resto de los comerciantes—. Si no hay más que desierto.
—Eso es lo que yo también creía —indicó el primogénito de la familia del sur—. Pero lo cierto es que hoy, para nuestra fortuna, me he topado con un buen amigo de juventud. Resultó que había comprado estas nuevas mercancías cuando nadie las valoraba y al venderlas ahora que tanto se codician, se está haciendo muy rico. Yo me alegré mucho por él, pero pronto cambió mi expresión cuando se interesó por mi situación. ¡Cuál sería mi alegría cuando me aseguró que no había nada perdido! Los recursos del norte se están agotando y una caravana de exploración ha partido hace una semana hacia el sur, donde, según le confiaron, se sabía de ricas tierras aún sin explotar. Así pues, creo que deberíamos partir hacia el mediodía, y entre todos hacernos con el control de esa ruta antes de que sea demasiado tarde.
Dando su visto bueno, las tres familias de comerciantes convinieron así unirse para desbancar a los nuevos y enriquecidos mercaderes. A la mañana siguiente, una numerosa comitiva se preparó para adentrarse en el desierto.
A partir de entonces y a lo largo de muchas semanas a través de las dunas, soportó la caravana el extremo sopor de los días y las frígidas heladas de las noches, refrescados y calentadas por esa ilusión, esa esperanza en la salvación que les aguardaba tras las danzantes arenas. Pero lo que no podían saber es que lo único que estaban haciendo era acercarse a un peligro inhumano, ancestral y desatado que codiciaba víctimas mortales.
En medio de este desierto existía una ciudad olvidada llamada Amuriel, nombre cuya traducción sería ‘Las tres mil hijas del cielo’. En ella, cualquier habitante que hubiera sobrevivido, habría mantenido también en su recuerdo una antigua leyenda, una tradición nacida de un tiempo inmemorial en el que la historia hacía poco separaba al hombre de su pasado. Si hubiera resistido alguno el inmundo aliento del pecado primigenio, podría contar cómo un mago de la antigüedad se hizo tan poderoso, que se creyó más potente que el mismo Dios, y decidió destronarle enfrentándose a Él y a sus ángeles. Para este fin, se propuso liberar de su encierro a las legiones de los genios más poderosos, Efrits y Marids, quienes sembrarían la muerte y la confusión en los cielos mientras él daba muerte al Creador.
De este modo, invocó unas palabras sagradas para los malditos, y desató un terrible mal que no pudo controlar. Su convocador fue la primera víctima, pero después vendrían muchas más. Todo aquél que intentaba atravesar el desierto, en el que un demoníaco ser había sido devuelto a la vida terrenal, sucumbía a su encuentro. Sin embargo, todos aquellos que perdían sus vidas al adentrarse en él, deseaban encontrarse con el mal que allí moraba. Nadie quedó para dar a conocer esta terrible historia...(¿Quieres saber cómo termina el cuento «La cueva en el desierto»? Continúa en la colección de cuentos Leyendas de Arabia).