La maldición de la sirena de oro

El bazar de los sueños es la tercera colección de cuentos de Villar Pinto. En «La maldición de la sirena de oro», un príncipe ha sido maldecido por una sirena. Sólo el amor que Iráia siente por él podrá salvarle.

El bazar de los sueños (12 cuentos): «Broan y Turin», «El bazar de los sueños», «El bosque de los ciervos blancos», «El carpintero sin suerte», «El cofre de los náufragos», «El estanque mágico de Verdesmeralda», «El viaje de Breogán», «El vuelo de los cisnes», «La biblioteca de Alejandría», «La deuda del marajá», «La maldición de la sirena de oro» y «Las estrellas capturadas».


En tiempos remotos, bajo la brisa del océano y los desiertos del lejano oriente, se escuchó durante semanas una misma frase, nunca antes o después tan repetida.
—¡Más vale que el príncipe recupere la cordura, si no...!
Si no lo que sucedería sería algo tan terrible, que nadie se atrevía a completarla. El monarca era ya anciano y tenía un solo hijo y heredero, el único que podría impedir una guerra sangrienta por el poder tras su muerte. Pero sobre el príncipe parecía pesar una terrible maldición, pues por las noches, cubierto por una túnica oscura, abandonaba el palacio para dirigirse en solitario al desierto.
Nadie conocía la razón de esta extraña conducta, pero sí fueron muchos los que, al cruzarse con él en su salida, le escucharon susurrar:
—Aquí está ya aguardando a que suceda lo que desean, noche tras noche, los días. Los días sueñan que son realidad. Tú y yo, sol y luna, ¿dónde te encuentras? «En la única flor que existe en el desierto» dijiste. Grande es mi dolor, pues no logro encontrarla.
Y tras decir esto, el príncipe abandonaba la ciudad y se perdía en la distancia hasta la mañana siguiente. Pero un día no regresó. Se organizaron batidas para encontrarlo, se avisó a todas las caravanas de mercaderes, a los habitantes de los oasis, a los reinos vecinos, pero nadie volvió a saber nunca nada de él y, a la muerte del soberano, estalló la tan temida guerra. Fueron tiempos difíciles en los que muchos murieron hasta que un nuevo rey se sentó en el trono. Con él regresó la paz, pero los años transcurrieron y también él tuvo un único descendiente, que curiosamente, repitió el proceder del príncipe anterior.
No obstante, esta vez alguien se interpondría para evitar idéntico desenlace, alguien con nombre de mujer, Iráia.
Iráia era una sirvienta de palacio muy hermosa. Tenía muchos pretendientes, pero ni sus ojos ni menos su corazón se habían fijado nunca en alguno de ellos, pues pertenecían a otro hombre.
Nadie puede elegir de quién se enamora, ya que en esto es único dueño y señor el corazón, y él nada sabe de las complejidades y costumbres humanas. Él sólo ve personas, y en su simplicidad, no distingue entre príncipes o criados, aunque ello pueda acarrear, como en este caso, un profundo sufrimiento.
E Iráia, como no podía evitar sentir lo que sentía por el príncipe, estaba muy preocupada por él, pues sabía la suerte que había corrido el pretérito y aunque jamás pudiera tenerle, deseaba salvarle, así que todas las noches comenzó a seguirle en la distancia. Nada pudo descubrir.
El príncipe recitaba aquellas palabras, abandonaba la ciudad, se internaba en el desierto y, levantando el nuevo día, regresaba sin haber hablado con nadie, sin haberse dirigido a ningún lugar concreto…
Tras varias noches, Iráia consideró que si algo le producía esta afección, su origen debía hallarse en el propio palacio, y decidió confirmarlo. Al atardecer, con la excusa de limpiar los suelos y los elementos decorativos del pasillo, permaneció frente a la alcoba del príncipe hasta que la puerta de la misma se abrió.
Éste salió y bajó unas escaleras que conducían a una sala donde se guardaban las últimas adquisiciones realizadas para el palacio. Presionó un resorte oculto en la pared y un pasadizo secreto dejó de serlo, al menos para Iráia, quien aguardó a que el príncipe regresara. Una vez lo hizo, y tras esperar a que se alejara lo suficiente, Iráia accionó el resorte y entró en el pasadizo. Avanzó a lo largo del corredor hasta encontrarse frente a una cortina que ocultaba el acceso a otra estancia. La inspeccionó, pero en ella sólo había una estatua de oro sobre un pedestal. Era la efigie de una mujer con cola de pez, una sirena.
—No lo entiendo —dijo Iráia retornando hacia la salida.
—¿Quién eres tú? —interrumpió repentinamente una voz femenina. Iráia se volvió, y con gran sorpresa comprobó que la estatua ¡estaba hablando!—. ¿Qué haces aquí?
Medio confundida por la impresión, medio asustada, contestó con la verdad, aunque tan pronto pronunciaba las palabras ya se estaba arrepintiendo; las consecuencias de su intrusión podrían ser funestas si alguien llegara a saberlo.
—Soy Iráia, e intento averiguar por qué el príncipe Sina se comporta de una forma tan extraña.
—Has entrado en un lugar vedado —dijo la estatua—, y si te descubren, seguramente te costará la vida. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí —reconoció Iráia con un débil soplo de voz.
—Y aun así te has arriesgado. ¿Por qué? —preguntó la sirena de oro.
—Porque… porque amo al príncipe.
La estatua guardó silencio un momento antes de preguntar:
—¿Tanto como para arriesgar dos veces la vida?
—Sí, si fuera necesario —respondió la muchacha.
—¡Cuida tus palabras! —le avisó la sirena—, no vaya a ser que se conviertan en realidad…
—Todo lo que pudiera hacer por él, lo haría —reafirmó Iráia—, no tengo miedo de admitirlo.
—Entonces te contaré una historia que sin duda te interesará...(¿Quieres saber cómo termina el cuento «La maldición de la sirena de oro»? Continúa en la colección de cuentos El bazar de los sueños).