La muerte de los dioses


Cierto día, estando reunidos todos los dioses en los cielos, los principales entre ellos hablaban de un ser creado por los primigenios, muertos hace mucho tiempo. Los más antiguos entre los dioses se mostraban recelosos ante este ser, llamado hombre, no por su situación presente, sino por su futuro. Pero los dioses jóvenes, en mayor número, lo desestimaban.
—Todo lo que es inferior a nosotros en el momento de la creación jamás podrá igualarnos —intervino Ierós, el cabecilla de los dioses jóvenes, ante el resto de los moradores de los cielos—, pues, ¿acaso una hormiga puede hacerse con el control de una manada de leones?
—Es propio que el hijo se haga con la posición de su padre y que, incluso, tenga más poder que este mismo —le respondió uno de los ancianos—. Esto nos sucedió a nosotros y antes que a nosotros a nuestros progenitores. Es la ley de la vida, un continuo perfeccionamiento que pasa de unas manos a otras.
—Así es, pero es una sucesión consanguínea. A nadie le sucede su animal de compañía. —Los jóvenes no pudieron reprimir sus carcajadas—. ¡Somos dioses, por nosotros!
Mucho más se habló en los cielos en torno a esto, pero finalmente acabó la discusión, los jóvenes entendiendo que la habían ganado y los ancianos pensando que quizás ésta era su oportunidad para librarse de aquellos que podrían derrocarles. Usarían al hombre para deshacerse de sus competidores.
Firmes en este propósito, abandonaron las alturas y se dirigieron a la Tierra, donde moraban los hombres. Allí preguntaron a alguno de estos seres acerca de las cualidades más sublimes que poseían y cuál era la esencia de sus almas. La respuesta de los mismos confirmó sus sospechas. Al cielo volvieron despreocupados y saboreando la dulzura de la victoria.
Con la treta bien planificada, al día siguiente todos los dioses se volvieron a reunir, y uno de los ancianos se dirigió a los jóvenes.
—Quizás pensáis que ayer, con nuestro silencio, vencisteis en la disputa...
—Y me temo que si sigues por el mismo camino, hoy sucederá otro tanto de lo mismo —le interrumpió Ierós. El resto de los jóvenes rió la gracia.
El anciano guardó la compostura pero calló ante la risotada, lo que dio lugar a un nuevo carcajeo.
—Sólo se me ocurre una manera de solucionar esta situación —habló el mismo anciano una vez que cesó el bullicio—. Probemos al hombre para averiguar si es un peligro para nosotros o no. De este modo sabremos quién lleva la razón acerca de este asunto.
—Está bien. ¿Y qué propones?
—Simplemente que pongáis a prueba su ingenio. Veremos si puede burlaros e ir más allá del que poseéis. Para vosotros, eso es imposible, ¿no?
—Por supuesto.
—Entonces deberéis someterlo; si lo conseguís nosotros perderemos y reconoceremos vuestra superioridad. Pero en caso contrario, juraréis que jamás atentaréis contra nuestra soberanía.
—Me parece bien, aunque, sinceramente, el confiar vuestro futuro en unos limitados monos ya es un claro signo de debilidad.
—Eso no importa. ¿Así queda pactado?
—Vosotros sabréis —le respondió Ierós, terminando con una sonrisa a medio camino entre la burla y la lástima.
—Una última cosa —añadió el anciano—. Ha de ser en menos de cincuenta mil años, y el hombre ha de ser consciente de lo que se le propone. Una vez que alguna de las partes deje en evidencia a la otra, habrá terminado.
—Será mañana —le respondió Ierós con arrogancia.
Y entonces fueron los ancianos quienes mostraron una sarcástica sonrisa.
—Claro, ¿cómo no?
De este modo fue designado para la prueba Ierós, considerado el más astuto entre los dioses jóvenes. Éste se propuso someter al hombre prometiéndole que tras la muerte le concedería la eternidad, la felicidad y el conocimiento de los dioses. Por el contrario, si se negaba, le condenaría al perpetuo sufrimiento, sin posible salvación.
Los dioses jóvenes se desconcertaron ante tal proposición.
—Seguramente los hombres aceptarán la medida —afirmó uno de los dioses jóvenes—, y nosotros nos haremos con los tronos, pero debe haber otra alternativa. Ésta no sólo es desproporcionada, sino también arriesgada. En un futuro podrían unirse y acabar con todos nosotros.
Ierós sonrió.
—Nunca he tenido la más mínima intención de cumplir con el pacto.
—Y el hombre se rebelará.
—Nunca lo sabrá —afirmó Ierós con soberbia—. Recuerda que es un premio para los muertos...(¿Quieres saber cómo termina el cuento «La muerte de los dioses»? Continúa en la colección de cuentos Leyendas de Arabia).