La pregunta del emperador


En remotos tiempos hubo un emperador que, a fuerza de combatir en los campos de batalla y dedicar su vida a la guerra, consiguió crear un gran imperio. Se había vuelto muy poderoso y rico, pues había conseguido unir bajo su mando territorios fértiles y desarrollados.
Se encontraba satisfecho con lo que había conseguido, y bien podía estarlo. Su espada había traído paz a unas tierras que, desde hacía mucho tiempo, no disfrutaban de ella, y las armas pronto dejaron paso a balanzas, monedas, carros y barcos llenos de mercancías. El comercio y la prosperidad comenzaban a germinar y el nivel de vida de los habitantes a aumentar. Las ciudades fueron embellecidas por monumentos, fuentes y jardines, en las casas nunca faltaban alimentos, sabrosos y variados, y los espectáculos, las artes y los entretenimientos alcanzaron una época de esplendor.
Así pues, el emperador se dijo que, pese a tener que haber luchado en innumerables ocasiones para hacer real este sueño, había merecido el esfuerzo. Ahora podía descansar y disfrutar de una época dorada. Mas no tardó mucho en descubrir que tanto tiempo planificando campañas, le había llevado a pagar un alto precio. No sabía hacer otra cosa, por lo que le era difícil ocupar su tiempo en algo que le entretuviera. Era feliz ante sus logros, pero añoraba la agitación sentida en el fragor de la batalla.
Se encontró dividido entre estas dos emociones tan dispares, y pensó en ampliar sus dominios hacia el este, pero encontró poco o nada dispuestos a sus generales, quienes añadieron que éste era el sentir mayoritario de las tropas, como comprobó, efectivamente, a lo largo de las semanas siguientes, durante las cuales visitó varias guarniciones en la frontera del imperio.
De regreso a la capital, el emperador se mantuvo callado y meditabundo, hasta que a mitad de trayecto, se dirigió a su lugarteniente:
—Marcial, ¿cuál es el sentido de la vida?
—¿A qué os referís, mi señor? —le contestó extrañado.
—¿Crees que algo de lo que hacemos tiene algún significado?
El soldado, preocupado por el soberano, pues nunca le había visto en este estado, intentó decir algo que pudiera animarle, pero en su mundo sólo existía el deber, la disciplina, el valor y el honor, y supuso que el emperador, quien también contemplaba idénticos valores, pretendía ir más lejos. Eso se encontraba más allá de los límites conocidos por él, así que Marcial aceptó su ignorancia y respondió con sinceridad:
—No lo sé.
Tras ello, viendo desmontar a su señor, guardó silencio. La comitiva se detuvo mientras el emperador salía del camino y se aproximaba a un fino arroyo que discurría a pocos pasos. Se paró a contemplarlo.
—¡Qué distinto es de un lago! —se dijo al cabo de un rato—. Cuando el agua está quieta muestra un reflejo; no tiene otra cosa que hacer. Pero cuando se ve inmersa en la corriente, no tiene tiempo para detenerse en banalidades. Está demasiado concentrada en sus propios asuntos. ¡Qué bello es el movimiento!
Esta reflexión le hizo sumirse más en la melancolía, pues estaba seguro de que no lograría adaptarse a esta nueva etapa en su vida. Se sentía inútil, innecesario, prescindible. Hundido en estas tristes sensaciones, regresó con sus hombres, se situó sobre su montura, y se giró hacia ellos notablemente abatido.
—Durante muchos años —les dijo— hemos combatido juntos, llorado por la pérdida de nuestros compañeros caídos, y celebrado las victorias. Pero ahora han llegado otros tiempos… ¿Alguno de vosotros sabe cuál es el sentido de la vida?
Ante tal pregunta, los soldados enmudecieron. Jamás se les habría pasado por la cabeza que algún día tendrían que replantearse esta cuestión, pues ¿acaso no estaba clara la respuesta?
—El de un hombre de armas, defender la patria —indicó uno de ellos con firmeza.
—Pero la patria en estos momentos no necesita acero, sino piedras para cubrir las calzadas —objetó el emperador—. Esa respuesta no me sirve. ¿Nadie tiene otra?
—Mi señor —interrumpió el incómodo silencio Marcial—, tal vez necesitéis descanso.
—No, mi fiel ayudante. Eso es precisamente lo que me da miedo… (¿Quieres saber cómo termina el cuento «La pregunta del emperador»? Continúa en la colección de cuentos Los bosques perdidos).